MOTIVOS PARA VIVIR
La sensación de asfixia la empujaba al
abismo de la indecisión y las náuseas le impedían probar bocado porque el temor
a vomitar podría despertar sospechas de que algo raro pasaba en la vida de
Amelia. Quería gritar, llorar y tirar todo al piso sin motivo alguno. ¿Por qué
no podía llevar una vida normal como las otras chicas?, lucían tranquilas,
felices y completas, mientras que ella se derrumbaba sin una razón aparente y
el vacío que sentía solo la debilitaba más, y la pregunta era por qué.
Aparentemente lo tenía todo, era una
adolescente de dieciocho años con una hermosa familia, grandes amigos, un novio
popular, una carrera universitaria en proceso; sin embargo, aquello que le
faltaba solo había conseguido matarla lentamente. Probablemente la búsqueda de
lo desconocido que ansiaba tanto sería el detonante que cambiaría la dirección
de su monótona vida.
Despertó una mañana con deseos de
liberarse para siempre de una atadura invisible que la detenía a hacer lo que
anhelaba pero a la vez no conocía. Se cambió y fue hasta la playa, aún la
neblina opacaba el camino y el frio le traspasaba la ropa.
Observó el mar detenidamente, como
intentando descifrar algún código dibujado en la arena luego que el mar se
retiraba, pero la huella era la misma. En una fracción de segundo la voz de una
mujer la incitó a seguir el horizonte y lo hizo sin temor a ser devorada por
las olas.
Una y otra vez sintió el sabor salino en
los labios pero eso no la detuvo, solo un fuerte oleaje la tumbó. Amelia luchó
con todas sus fuerzas pero el mar no la soltaba. Supo en ese instante que había
muchas cosas que le faltaban hacer. Amar con locura, abrazar a quienes más
quería, exponer en una galería sus cuadros, viajar a Europa, aprender italiano,
escribir un libro, cantar en un escenario, tomar clases de teatro, pero nada se
concretaría.
Amelia abrió los ojos, aún seguía en su
cama pero ya no era la adolescente del sueño. Estaba al lado de un desconocido,
trabajaba hace diez años en lo mismo, nunca viajó, jamás expresó sus
sentimientos y todo trascurría al compás del reloj, siempre igual.
Esa mañana de agosto le dejó una carta
de despedida al hombre que nunca amó, visitó a sus padres y los abrazó como cuando
era una niña, renunció a su trabajo y viajó sin boleto de regreso. En Venecia
se ganó la vida como pintora, escribió un libro autobiográfico que se vendió
poco, aprendió italiano con la ayuda de un diccionario, cantó en algunos bares
como pago de un cuarto pequeño pero acogedor, y por primera y única vez sintió
que un hombre puede ser capaz de desnudarla con la mirada, seducirla con su voz
y enamorarla con sus palabras. Supo que tenía muchos motivos para no morir
viendo la vida pasar.
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