Mudanza de sentimientos

Despertó temprano y cogió su maleta, sabía que no sería suficiente espacio para cinco años de relación.
Tomó un taxi y fue a casa de Javier, para su buena suerte él no se encontraba, así que ordenó y guardó lo indispensable, a pesar de ser prendas livianas, las sentía tan pesadas en sus manos, cada una de ellas parecía recordarle una historia, una anécdota: como aquella mancha roja sobre su blusa que se hizo preparando pasta, o ese perfume Channel sobre el tocador, parecían ponerle “play” a los recuerdos.

¿En qué momento se desarmó el rompecabezas de “Nosotros”? era la pregunta que dejó suspendida en una sala que fue testigo de alegrías y tristezas. Probablemente no había una fecha exacta, y tampoco pensaba ahondar en el charco de los recuerdos, ¿para qué?, si la frase de Walter Risso lo resumía todo: “Cuando ya no te quieran, lo sabrás, aunque no te lo digan. Lo sentirás desde lo más profundo porque la indiferencia jamás pasa desapercibida”.

Tenían un hijo, para quien Javier estuvo en pocas oportunidades y los constantes viajes de trabajo fuera del país decantaron en una temporal separación a casa de sus padres, mientras él se dedicaba a su pasión: la música. Las llamadas eran espaciadas y las visitas ni qué decir, intentar encontrar un lugar en su agenda, era como buscar la aguja en un pajar, y eso cada día minaba más su relación. Sentía con más intensidad el invierno de su ausencia, hasta llegar a la hipotermia de tanto extrañarlo.

Cuando Javier se encontraba en la ciudad, la relación parecía mejorar, a los ojos del resto eran una familia feliz. Sin embargo, los últimos meses Andrea gritaba desde el sótano de su alma, pero él no la escuchaba, no la miraba, no la deseaba como antes, ella no sabía cuál era el lugar que ocupaba hoy en su vida, pero no era el mismo. Y aunque él no lo notara, ella se desvanecía lentamente y su actitud solo la llenaba de dudas.

La desconfianza y la distancia construyeron un puente entre los dos, sobre un interminable abismo de desinterés. Las discusiones eran el plato fuerte del día y eso la estaba consumiendo, a pesar de estar en la misma ciudad, no vivían juntos porque él le había pedido un tiempo. Era irónico, desde el nacimiento de su hijo siempre tuvo esa libertad, pero al parecer, nunca le fue suficiente.

Andrea sospechaba que había alguien más, y su intuición rara vez le falló. Esa noche cogió su cartera y lo fue a ver. Durante el trayecto sentía una presión en el pecho, y la sensación de mariposas grises en el estómago se intensificaba conforme se acercaba a la cruda verdad. La espera, la desesperaba, si todo había llegado a su fin era mejor saberlo.

Subió por el ascensor, que parecía avanzar más lento, pero ya estaba ahí. Cuando los vio juntos, la ilusión se derrumbó, pese a toda la oscuridad de indiferencia, Andrea aun guardaba una luz de esperanza, pero comprobó que esta vez todo se había terminado. No le dio oportunidad a inventar alguna excusa para justificarse. Le reclamó su falta de sinceridad, ¿por qué dejó abierta la posibilidad de una reconciliación cuándo él ya estaba haciendo su vida con otra persona?

A la mañana siguiente, Andrea tomaba otro camino y no había vuelta atrás. Dejó todo listo para que la mudanza recogiera sus cosas. Era complicado dejar un lugar donde compartió tanto con una persona a la que amaba aún y con quien tenía un hijo. Tendría que aprender a verlo sin sentir esas ganas locas de abrazarlo y besarlo cada vez que llegaba de viaje, sería difícil aceptar que no recibiría esas llamadas y mensajes que la hacían sonreír y la recargaban de energía para todo el día, cómo olvidar aquellas noches desnudos en el mueble después de una acalorada discusión.

El taxi la esperaba fuera del departamento y cuando estaba a punto de subir al carro, Javier se acercó, regresaba de correr, ambos se vieron sin decir nada. Andrea sacó una llave y se la entregó, él solo atinó a decir “gracias”, ella dibujó una mueca en el rostro y dio media vuelta. Para su buena suerte el semáforo estaba en verde.

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