Secretos bajo el agua
Abrochó la tira de sus tacones, alzó la mirada y el espejo le devolvió una sonrisa. Sabía que su vestido azul dejaba poco a la imaginación y eso le daba seguridad para mostrarse como una mujer decidida y firme.
Al caer la noche, subió a la azotea del edificio para celebrar el fin de año con sus vecinos. Se acercó a un grupo e intentó integrarse. Poco después, Guillermo, el presidente de la junta, dio unas palabras y luego saludó a los asistentes.
Ana tomó una copa de vino y se la ofreció a Guillermo cuando llegó a su sitio. Él, sorprendido por la actitud inesperada, la aceptó por cortesía y alzó la copa para brindar con los vecinos.
Los invitados tenían barra libre. Ana aprovechó esa oportunidad para probar la mixtura de cócteles. Disfrutar de cada uno de ellos, era como probar un beso en diferentes labios, algunos más intensos como el Negroni, y otros más sutiles como el Tinto de verano.
Mientras esperaba una Margarita, sintió una mano en el hombro: era Guillermo. Se sentó a su lado y pidió un whisky. Atractivo y de mirada penetrante, la observaba con intensidad. Imaginarlo recorriendo su cuerpo le erizaba la piel.
La atención y validación de los demás eran un cóctel de emociones que calmaba su ansiedad y soledad. Haría lo que fuera para prolongar esa sensación. Guillermo era una tentación irresistible, pero él le dejó en claro que no era el momento ni el lugar, dejándole un sabor amargo.
Le lanzó una mirada desafiante, tomó su Margarita y se alejó. Trató de integrarse a otro grupo. Era una mujer atractiva, pero con muchas inseguridades, siempre en búsqueda de atención, sobre todo de los hombres. Cuando bebía demasiado, su lado más oscuro salía a flote.
Se apartó del bullicio y encontró a Miguel cerca de la piscina. Él fumaba un cigarrillo y ella le pidió uno. Miguel, amable, accedió. Al principio no mostró interés, pero con el paso de los minutos notó que Ana buscaba algo más que una conversación.
Alejandra vivía en el edificio donde encontraron el cuerpo de una mujer en la piscina. Era escritora, y el acontecimiento la dejó en shock. Nunca imaginó verse tan cerca de un crimen real. Llevaba meses sin escribir, enfrentando el terror de la página en blanco.
La policía interrogó a los vecinos. Ella fue de una de las últimas. No tenía mucho que aportar, pues no asistió a la fiesta. Se despidió de los detectives y se sirvió una copa de vino. Se asomó por la ventana y vio a su vecino fumando en la penumbra.
Alejandra no pudo apartar la mirada de Miguel. Algo en él la inquietaba. Recordó una escena en su ventana la noche del asesinato de Ana. Al principio le pareció un encuentro pasional, pero ahora, con Ana muerta, aquella imagen cobraba un significado perturbador.
Se sentó frente a su computadora y comenzó a escribir. Cada fragmento del caso la llevaba a imaginar una historia y armar un rompecabezas con piezas sueltas.
La policía tenía dos sospechosos: Guillermo y Miguel. Guillermo había estado con Ana en la barra y, según testigos, ella lo buscó insistentemente. Miguel, en cambio, fue visto con ella en la piscina, compartiendo un cigarrillo. Nadie sabía qué pasó después, solo que horas más tarde, su cuerpo flotaba en el agua.
De pronto, un pensamiento la estremeció: ¿y si lo que vio aquella noche no fue un simple juego entre amantes? ¿Y si fue el inicio de algo mucho más oscuro?
Las palabras fluían sin control. Ya no escribía ficción, investigaba un asesinato real. Quería sumergirse en el misterio que desafió su inspiración.
Tomó su celular y llamó al detective a cargo del caso. Apenas sonó una vez antes de que él respondiera.
—Detective, he recordado algo más —dijo con un nudo en la garganta.
Desde su balcón, su vecino apagó el cigarrillo y giró la cabeza lentamente en su dirección. La miró fijamente.
Alejandra sintió un escalofrío recorrer su espalda.
—Dígame, ¿qué ha visto? —preguntó el detective.
Antes de que pudiera responder, alguien llamó a su puerta.
Le pidió al detective que permaneciera en línea hasta que abriera la puerta. Para su sorpresa, era su vecina, una mujer de sesenta años, quien le advirtió que su llave estaba colgada en la cerradura. Alejandra agradeció el gesto y la guardó de inmediato.
Terminó la conversación con el detective, quien le pidió que acudiera a la comisaría a primera hora para compartir lo que había recordado. Había demasiadas coincidencias entre la mujer que creyó ver aquella noche y la que encontraron flotando en la piscina.
La curiosidad la dominó. Necesitaba saber más sobre Ana. Subió al piso doce, encontró su departamento y vio que la puerta estaba lacrada, pero sin cerradura. Miró a ambos lados y, al ver el pasillo despejado, entró.
El lugar estaba revuelto, como si alguien hubiera registrado cada rincón buscando algo. Caminó con cautela para evitar hacer ruido y alertar a los vecinos. No era una experta en criminalística, pero tomó fotografías con la intención de usarlas como referencia para la historia que estaba escribiendo.
Cuando estaba por irse, un objeto llamó su atención. En el librero, camuflada entre los tomos, encontró una caja fuerte con forma de libro con un título curioso. Con rapidez, la tomó y salió del departamento.
Al llegar al suyo, notó algo extraño. La puerta estaba entreabierta y las luces apagadas. Su instinto le gritó que no entrara, pero su necesidad de respuestas fue más fuerte. Intentó encender la luz, pero alguien había bajado la llave general. Buscó la linterna en su celular, pero antes de que pudiera activarla, sintió una mano cubriéndole la boca.
—No grites, Alejandra. No te haré daño. Solo quiero conversar y aclarar todas tus dudas —susurró Miguel.
Su vecino la soltó lentamente y encendió las luces. Se sentaron en el sofá en un silencio incómodo.
—¿Cómo entraste? —preguntó ella con el pulso acelerado.
—Una habilidad de la que no me enorgullezco, pude entrar usando las llaves que dejaste colgadas, pero tu vecina se me adelantó. Así que esperé que salieras y darte la sorpresa, —respondió Miguel.
Alejandra sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Estaba en la misma habitación con un hombre que podía ser el asesino. Para su suerte, había dejado su laptop con clave y él no parecía saber que estaba escribiendo sobre el caso de Ana. Pero si había sido capaz de entrar, también podría haber revisado su ordenador.
—Sé que me viste por la ventana. Y sí, era Ana. Nos conocimos esa noche. Se acercó a mí y se me insinuó. Bajamos a mi departamento y eso fue lo que viste. Le gustaba el juego rudo y yo no tuve problema en seguirle el ritmo. No había nada malo en ello. Después, se fue y no volví a verla —explicó Miguel, sin apartar la mirada de Alejandra.
—Voy a declarar, y si no fuiste tú, no tendrás problemas —afirmó ella.
Miguel suspiró y se encogió de hombros.
—Después de que Ana se fue, mi novia llegó y se quedó conmigo toda la noche. No mencioné nada a la policía porque pondría en riesgo mi relación. No seré el novio más fiel, pero asesino no soy —respondió Miguel.
Se puso de pie, tomó la copa de vino sobre la mesa y se dirigió a la puerta. Alejandra no sabía si Miguel intentaba convencerla de su inocencia o de que guardara silencio. Pero su coartada parecía sólida.
Cuando la puerta se cerró tras él, Alejandra suspiró. Miró la caja fuerte que aún tenía en las manos y sintió un escalofrío. Fuera lo que fuera que contenía, podía ser la pieza clave del misterio.
Apretó la caja contra su pecho y, sin dudar, se dirigió a su escritorio. Era hora de descubrir la verdad.
Sacó las herramientas que tenía en casa y logró retirar el candado de la pequeña caja, grande fue su sorpresa al encontrar un celular, lo conectó a su laptop y descargó todos los archivos que pudo encontrar.
Todo era una telaraña de cabos sueltos. Revisó la información del celular de Ana sin llegar a una conclusión clara, pero el último video grabado el día de su muerte dejó un posible móvil para un asesinato.
No durmió en toda la noche. Al amanecer, guardó el celular en un sobre junto con la caja y se dirigió a la comisaría. Sabía que se metería en problemas por haber irrumpido en el departamento de Ana, pero no podía quedarse callada. Aquella grabación era una pieza clave.
Mientras esperaba al detective, prendió su laptop y comenzó a escribir. Su imaginación hilaba los hechos con lo poco que sabía. Todo comenzaba a encajar, como si un velo de incertidumbre se desvaneciera.
Ana salió del departamento de Miguel y subió a la piscina. La madrugada era su confidente. Se recostó en una silla plegable, dejando que el alcohol adormeciera su mente. Se sentía libre cuando bebía, como si las piezas sueltas de su vida por fin encajaran.
Escuchó una voz y pensó que era el vigilante para pedirle que se retirara. Se levantó con la intención de esconderse en el área de juegos de los niños, pero entonces vio a Guillermo hablando por teléfono.
—Te espero en la piscina. No te preocupes por las cámaras, no están funcionando —dijo en voz baja.
Ana sintió un escalofrío. ¿Por qué Guillermo se vería con alguien a esa hora? ¿Era una amante? ¿Por eso la evitaba? Su instinto le decía que había algo más. Decidió quedarse.
Minutos después, Miguel apareció.
—¿Qué pasó? No puedo demorarme, mi novia está durmiendo en mi departamento —dijo en voz baja.
—He pensado en reajustar nuestros ingresos —respondió Guillermo, esbozando una sonrisa—. Siempre con sutileza, para no levantar sospechas.
Ana contuvo la respiración. Sacó su celular y comenzó a grabar.
—¿Vas a seguir desviando fondos? —susurró Miguel, inquieto—. Esto es peligroso. Lo mejor es seguir con el mismo monto.
—Lo hago en mi trabajo todo el tiempo. Soy contador, sé perfectamente lo que hago y cómo lo hago. La gente confía en nosotros, Miguel. Nuestra reputación es nuestra mejor protección —afirmó Guillermo.
Ana retrocedió con cuidado, pero tropezó con un juguete. El sonido hizo que ambos hombres giraran la cabeza. Se quedó inmóvil, conteniendo el aliento. Al no ver nada, continuaron su conversación.
Aprovechando la distracción, bajó apresurada a su departamento y guardó el celular en su caja fuerte. Su corazón latía con fuerza. Trató de respirar hondo, pero el aire no llegaba a sus pulmones. Buscó su inhalador en el bolso… pero no estaba.
El pánico la envolvió. Su pecho se oprimía. Sabía que no podía esperar. Decidió volver a la piscina. Quizás lo había dejado allí.
Al llegar, revisó el suelo, las sillas, los alrededores. Nada. Su visión se nublaba, su respiración era entrecortada.
—¿Buscabas esto? —preguntó Guillermo, sosteniendo su inhalador con una sonrisa torcida.
Ana sintió un escalofrío.
—Sí… por favor, dámelo. No puedo respirar —rogó, llevándose una mano al pecho.
—¿Segura que lo perdiste en la fiesta? —intervino Miguel, con tono sarcástico.
—¡Dámelo! —exigió Ana, sintiendo que su cuerpo la traicionaba.
—Primero dime qué escuchaste —ordenó Guillermo, con frialdad.
—Si algo me pasa, todos sabrán la verdad. Sé lo que están haciendo, están robando a los vecinos desde hace un año —dijo Ana con dificultad—. Me quedaré callada, pero dame el inhalador.
—¿Nos grabaste? —preguntó Miguel, alarmado.
—Si te doy esto, no hay garantías de que cumplas tu palabra —murmuró Guillermo.
—Dáselo. Luego nos entrega la grabación y todo acaba aquí —dijo Miguel, indeciso.
Ana se inclinó hacia él, suplicante.
—Por favor…
—No le creo —susurró Guillermo.
Antes de que Ana pudiera reaccionar, Guillermo lanzó el inhalador a la piscina. El reflejo fue inmediato: ella se arrojó al agua en un intento desesperado por alcanzarlo. Sus fuerzas se agotaban, la falta de oxígeno nublaba sus sentidos. Sus brazos flaquearon. Sintió el agua rodearla. Y solo vio oscuridad.
—¡Tenemos que sacarla! —exclamó Miguel, alarmado.
—¿Quieres terminar en la cárcel? —espetó Guillermo—. Esto fue un accidente. Se tiró sola. Solo tenemos que sacar el inhalador.
—¡Es un asesinato! —Miguel temblaba.
—Si sigues gritando, despertarás a todos. Y entonces sí seremos culpables —sentenció Guillermo—. Esto nunca pasó. Vámonos.
Miguel se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. Guillermo se sumergió, sacó el inhalador del agua y ambos se marcharon, dejando el cuerpo de Ana flotando en la piscina.
Alejandra miró la pantalla de su laptop. Aquella era solo su hipótesis, una mezcla de imaginación y lo poco que sabía. Pero la grabación era real. Si la autopsia confirmaba que Ana murió por ahogamiento debido a una crisis asmática, entonces ellos serían los culpables.
De pronto, recibió una llamada. Se levantó y caminó unos metros hasta el pasillo para tener mejor señal. Una voz automática le ofrecía cambiar de operador. Colgó con impaciencia y regresó a su asiento.
Su corazón se detuvo. La caja fuerte y su laptop habían desaparecido.
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